En el ecuador del mandato municipal, Galicia asiste a un fenómeno que altera los gobiernos salidos de las urnas en 2023: una cadena de mociones de censura impulsadas o avaladas por el PP que se apoyan, una y otra vez, en concejales tránsfugas o en marcas “independientes” de última hora. El libreto es reconocible: mover piezas en despachos, explorar grietas en grupos locales, precipitar plenos y reconstruir mayorías con ediles que rompen la papeleta con la que fueron elegidos. El resultado es una sensación de poder ejercido sin complejos y una animadversión absoluta a admitir la derrota política cuando esta llega en las urnas.
Más allá de las mociones de censura, el objetivo de estas operaciones —que incluyen también la “compra” de ediles del PSOE, como en el caso de Outes, o directamente pactar con los socialistas, como en Brión— es siempre el mismo: aislar y apartar del poder a la principal amenaza de los Populares en San Caetano y en el ámbito municipal: los nacionalistas.
Ribeira se ha convertido en el símbolo más reciente de esta estrategia. El PP se alió con cuatro de los cinco concejales del Partido Barbanza Independiente (PBBI) —escisión local de los propios populares— para derribar al alcalde del BNG y entregar el bastón de mando a la popular Mariola Sampedro, en un pleno fijado para el 13 de octubre. Será la séptima alcaldía que el PP gana en este mandato apoyado en tránsfugas o independientes. La secuencia incluye, entre otras, Carral, Fisterra, Outes, Viveiro, Forcarei y Touro.
El clima que envuelve estos movimientos no es neutro. El BNG denunció “intereses personales y partidistas” en un “pacto oscuro” que rompe el acuerdo que en 2023 dio la alcaldía a los nacionalistas junto a PSdeG y PBBI. Y el propio alcalde de Ribeira sugirió que hubo presiones e incluso ofertas económicas a ediles del PBBI para sumar a la moción, extremo que los populares niegan. Sea cual sea la veracidad de esas acusaciones, la percepción pública que se construye es la de un poder que no acepta perder y que legitima el transfuguismo como herramienta ordinaria de acceso al gobierno.
No es un caso aislado ni un estallido local. El verano trajo un frenesí de mociones: en apenas un mes, Forcarei, Noia, Touro y Fisterra cambiaron de alcalde a través de operaciones en las que el voto de no adscritos resultó determinante, y otras —como Carral o Viana do Bolo— quedaron en marcha. El recuento ya supera la media de todo el bienio anterior. Incluso La Voz de Galicia situó recientemente el total en siete mociones desde que cambió el marco jurídico, con el “pacto antitransfuguismo” quedando “cojo”.
Porque aquí está el corazón del problema: la válvula legal. En el mes de junio, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el inciso de la LOREG que impedía prosperar mociones cuando dependían del voto de un edil tránsfuga. La sentencia —derivada de un caso en Cantabria y publicada en el BOE— hace prevalecer el derecho de los concejales a promover la censura como mecanismo de control político. En la práctica, abrió la compuerta: lo que antes era excepcional pasó a ser viable en cuanto existiese aritmética.
Ese cambio jurídico encadenó pactos de conveniencia, muchas veces con contrapartidas programáticas escritas. En Touro, por ejemplo, el concejal clave condicionó su apoyo a frenar el proyecto minero de cobre, con compromisos ambientales y acciones judiciales por parte del nuevo ejecutivo; el PP firmó esas condiciones por escrito con la pieza decisiva de la mayoría. Es el transfuguismo no solo como aritmética, sino como palanca para redefinir políticas sin pasar de nuevo por los colegios electorales.
El Pacto Antitransfuguismo, que durante años funcionó como código de conducta entre partidos, carece de dientes legales para atajar esta práctica: es un acuerdo político, no una ley. La nueva doctrina del Constitucional redujo aún más su capacidad disuasoria. La consecuencia es evidente: lo que se presentaba como excepción ética se convierte, con la cobertura jurídica adecuada, en un atajo institucional.
La deriva tiene costes democráticos que van más allá del mapa de poder municipal. Se erosiona la estabilidad y la confianza ciudadana cuando gobiernos legitimados hace poco más de un año se dan la vuelta en un pleno de martes, en virtud de mayorías sobrevenidas que el elector no votó. Se degrada la calidad institucional al normalizar la figura del edil que conserva el escaño traicionando la papeleta con la que entró, y se trivializa la responsabilidad política cuando se decide en un despacho lo que el voto decidió en las urnas. El mensaje para la ciudadanía es tan sencillo como corrosivo: no importa quién gane, importa quién amarre la última firma.









