El PP gallego expone su división más profunda en el Parlamento.

por | Jun 5, 2025 | Política | 0 Comentarios

El choque entre Miguel Santalices y Paula Prado escenifica el conflicto entre dos almas irreconciliables dentro del Partido Popular de Galicia: la vieja guardia galleguista y el radicalismo alineado con Génova.

En política, las divisiones internas suelen disfrazarse con sonrisas forzadas y comunicados neutros. Pero cuando la tensión rompe el protocolo parlamentario y se manifiesta en pleno hemiciclo, es porque la costura ha reventado. Eso es exactamente lo que ha ocurrido en el Parlamento de Galicia, donde el Partido Popular, con mayoría absoluta y gobierno asegurado, ha dejado ver una fractura interna tan cruda como significativa.

El protagonista involuntario de esta crisis es Miguel Santalices, presidente del Parlamento y decano de la política gallega dentro de las filas populares. Veterano del baltarismo, doctor de profesión y símbolo de un PP que aún creía en la autonomía como principio político, Santalices ha sido hasta ahora el rostro amable e institucional de un partido que muta a gran velocidad. Su estilo, marcado por una moderación formal y una defensa del parlamentarismo, contrasta cada vez más con el ascendente perfil de Paula Prado, actual secretaria general del PPdeG y número dos del presidente Alfonso Rueda.

La tensión entre ambos no es nueva, pero ha alcanzado su punto de ebullición. En un pleno reciente, Prado interpeló con dureza a Santalices por no permitirle intervenir para defender al exlíder Feijóo, en un gesto de lealtad al actual aparato nacional que evidencia el desplazamiento del centro de gravedad del partido: de la institucionalidad autonómica a la disciplina madrileña. La escena fue insólita, no tanto por la discrepancia en sí —algo habitual en política—, sino por la intensidad del reproche, el tono agresivo y la absoluta pérdida de las formas entre dos altos cargos del mismo partido.

El detonante visible fue una intervención de la diputada popular Cecilia Vázquez, quien, en un debate sobre educación, acusó al PSdeG y al BNG de votar “al dictado del dictador”, en referencia implícita a Pedro Sánchez. Santalices, en un intento de apagar el incendio, trató de justificar la expresión como un “copia y pega”. Pero el fuego ya estaba encendido. Prado, desde su escaño, lo acusó de ignorar el Reglamento de la Cámara, una acusación especialmente grave hacia la segunda autoridad del país. Más allá del fondo, el gesto fue una humillación pública de proporciones inéditas dentro de la derecha gallega.

Sin embargo, el episodio no fue un hecho aislado. Días después, otro desencuentro estalló en la tramitación de una iniciativa sobre dependencia. Tras una compleja votación en la que Santalices, amparado por el criterio de los letrados, obligó al PP a optar entre retirar su propia enmienda o votarla junto a PSdeG y BNG, las críticas internas volvieron a aflorar. Fuentes del Parlamento relatan cómo miembros del grupo parlamentario popular reprendieron abiertamente al presidente en los pasillos, sin ningún pudor, en una actitud que rompe con la tradición de respeto jerárquico y silencio disciplinado que caracterizaba al PP gallego.

Estos episodios son apenas la punta del iceberg. Tras ellos se esconde una disputa de fondo mucho más profunda: el pulso entre dos almas del partido. Por un lado, el PP de raíz gallega, autonomista, con cierto apego cultural al país y defensores de una moderación táctica forjada en los tiempos de Manuel Fraga. Por el otro, el PP de nuevo cuño, más centralista, más agresivo en sus formas y alineado con la estrategia del cuartel general de Génova. Prado representa esta última línea, articulada alrededor de una generación de dirigentes urbanos, más jóvenes, menos institucionalistas y mucho más comprometidos con la lógica del enfrentamiento partidista a nivel estatal.

La paradoja es que esta división interna se produce en el mejor momento del PPdeG en términos de poder institucional. Con la mayoría absoluta renovada en el Parlamento y Rueda consolidado como presidente, cabría esperar unidad y estabilidad. Pero lo que se proyecta, cada vez con más claridad, es una pugna por el control del relato, por la herencia simbólica de un partido que está dejando atrás su pasado autonómico para abrazar, sin disimulo, el poder centralista de Madrid.

Santalices ya ha anunciado que este será su último mandato. Su salida marcará el fin de una época. No es sólo una jubilación política: es la clausura definitiva del PP gallego como fuerza diferenciada dentro de la derecha española. Lo que viene, si nada lo impide, es una organización cada vez más subordinada a las directrices de Génova, menos apegada a Galicia y más volcada en las guerras culturales y mediáticas que dictan Ayuso o Aznar desde la capital.

Mientras tanto, la Cámara gallega se convierte en el escenario de esta lucha. Lo que antes se negociaba en los despachos, ahora se grita desde los escaños. El PP gallego, durante décadas un partido de orden y jerarquía, ha roto su silencio. Y lo ha hecho a voz en grito.

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