La legislatura gallega ha entrado en una fase preocupante desde el punto de vista democrático. El Partido Popular de Galicia, con Alfonso Rueda al frente de la Xunta, ha adoptado de forma explícita marcos discursivos propios de la ultraderecha española para abordar dos derechos fundamentales: el derecho de manifestación y la libertad de enseñanza. No se trata de excesos verbales aislados ni de errores tácticos, sino de una estrategia política coherente, alineada con la derechización impulsada por Alberto Núñez Feijóo a escala estatal y asumida sin matices por la dirección gallega del partido.
Desde el inicio del mandato, el PPdeG ha optado por un lenguaje que convierte la protesta social en una amenaza y la educación crítica en sospecha ideológica. Este giro no es defensivo ni reactivo: es proactivo. Marca un cambio de paradigma en la relación del poder autonómico con la sociedad civil organizada.
El PPdeG ha dejado de reconocer la movilización social como una expresión legítima de participación democrática para encuadrarla sistemáticamente como desorden, ruido o incluso violencia. Las manifestaciones en defensa de la sanidad pública, del territorio, de la lengua gallega o contra proyectos industriales controvertidos son descritas desde la dirección popular como “alboroto”, “algara”, “kale borroka” o simples maniobras de agitación protagonizadas por minorías irrelevantes.
Este marco no es neutral. Asociar protesta con violencia política tiene un objetivo claro: deslegitimar el conflicto social y desplazar el debate desde las causas de la movilización hacia el supuesto comportamiento incívico de quienes protestan. Se construye así un relato en el que el problema no es la precariedad sanitaria, el acceso a la vivienda o el impacto ambiental de determinadas industrias, sino quienes se organizan para denunciarlos.
En términos democráticos, el efecto es grave: el derecho de manifestación deja de ser un pilar del sistema para convertirse en un elemento sospechoso, tolerado solo cuando es inofensivo o simbólico. Este enfoque reproduce exactamente los marcos discursivos de la ultraderecha española, que concibe la protesta como una anomalía a controlar y no como un derecho a proteger.
El mismo patrón se repite en el ámbito educativo. El PPdeG ha iniciado una ofensiva política contra la libertad de enseñanza bajo el pretexto del “adoctrinamiento”, un concepto deliberadamente ambiguo que permite señalar como ideológico cualquier contenido que no encaje con una visión conservadora de la sociedad.
El caso reciente de los materiales pedagógicos vinculados a la CIG-Ensino es paradigmático. El PP acusó al sindicato de introducir contenidos políticos en los centros educativos, señalando materiales sobre incendios forestales, impacto ambiental de grandes proyectos industriales o derechos colectivos. La acusación era doblemente falsa: ni esos materiales eran de autoría sindical ni constituían contenidos ajenos al currículo oficial. Procedían de un colectivo pedagógico independiente y abordaban cuestiones plenamente alineadas con los objetivos educativos vigentes en materia de sostenibilidad, pensamiento crítico y ciudadanía democrática.
Lo relevante no es el error —que fue desmontado—, sino la intencionalidad política. El PPdeG utilizó esa acusación para alimentar un clima de sospecha sobre el profesorado y justificar un mayor control ideológico de la actividad educativa. El mensaje implícito es claro: determinados temas no deben tratarse en las aulas porque cuestionan intereses económicos, decisiones políticas o marcos culturales conservadores.
Este enfoque no defiende la neutralidad educativa; impone una neutralidad ficticia que en realidad es censura selectiva. Se protege una ideología concreta mientras se criminaliza cualquier mirada crítica sobre la realidad social gallega.
Alfonso Rueda, como presidente de la Xunta, no solo no ha corregido esta deriva, sino que la ha consolidado. Lejos de ejercer un liderazgo institucional que rebaje la tensión y proteja los derechos fundamentales, ha permitido que el PPdeG normalice un discurso que presenta la movilización social como problema y la educación crítica como amenaza.
Esta posición no es accidental. Responde a una alineación consciente con la estrategia estatal del PP bajo Feijóo, que ha asumido gran parte del marco cultural de la extrema derecha para competir electoralmente con ella. En Galicia, ese marco se traduce en un gobierno que desconfía de la sociedad organizada, vigila la escuela pública y reduce el pluralismo democrático a un formalismo incómodo.
El resultado es un empobrecimiento deliberado del espacio democrático: menos protesta, menos pensamiento crítico, menos debate. Todo ello en nombre del orden, la estabilidad y una falsa neutralidad que solo opera en una dirección.








